Si empezamos con una definición muy sencilla de qué es una orquesta sinfónica, diríamos que es un conjunto de unos 50 músicos o más tocando a la vez.
Para que esto funcione, se necesita de una cohesión a varios niveles. La gente tiene que coincidir en muchos parámetros distintos para tocar juntos y que suene bien. Hay que ponerse de acuerdo sobre el tempo, las dinámicas, la duración de las pausas, el fraseo… Para llegar a eso hay que aprender a conocerse y vincularse con los demás hasta llegar a crear algo en común. Con el tiempo incluso se puede llegar a crear un espíritu de familia. Pero como cada uno de los músicos tiene sus propias ideas y es casi imposible que todo el mundo se ponga de acuerdo sin ningún conflicto, necesitamos a una persona de referencia que pueda unir y guiar a los demás. Ahí entra la figura del director de orquesta, cuyo rol es, precisamente, dirigir, conducir a la orquesta gracias a la autoridad que le proporciona su posición.
El director de orquesta tiene una responsabilidad muy grande y necesita ganarse el respeto de cada uno de los músicos, lo cual puede resultar difícil. Hay que tener en cuenta que la competencia aumenta cada vez más, y por ello, para pertenecer a una orquesta profesional, se exige a los músicos un nivel muy alto. Ese nivel se consigue tras años de esfuerzo, en los que el ego juega un rol muy importante. Frente a unas situaciones mental y emocionalmente tan exigentes como son las pruebas de orquesta, el ego es un arma de defensa muy valiosa para los músicos. El problema es que, una vez que consiguen una plaza, a veces ese ego está sobredimensionado y puede acabar chocando con su entorno. El director tiene que obtener de esas personas el respeto y la atención, y esto puede generar problemas cuando las ideas de las personas a las que dirige difieren de las suyas. Y no siempre es fácil ser asertivo a la hora de decir las cosas. A veces, el director puede acabar abusando de su poder para imponerse.
Un músico tiene que ser, ante todo, un artista, lo cual implica que sea creativo y original en su interpretación. Aquí tenemos otra paradoja de la orquesta: el músico debe seguir a los demás, entrar con el mismo sonido, fraseo, tempo… para encajar con el resto y, al mismo tiempo, se espera de él originalidad. La clave del buen músico de orquesta será ser lo suficientemente flexible; saber cuándo destacarse y cuándo fundirse con la masa. Esa flexibilidad exige un gran control del instrumento, pero también cierta humildad, olvidarse de sí mismo para ponerse al servicio de los demás y, sobre todo, al servicio de la música.
A pesar de toda la complejidad que pueda implicar el trabajo de músico de orquesta, no hay que olvidar la parte más bonita y gratificante de esta profesión: la satisfacción que supone el ser parte de un todo tan especial. Creo que cualquier persona que haya tocado en una orquesta, ya sea a nivel profesional o amateur, se acordará para siempre de esa sensación incomparable que se produce cuando la orquesta entera llega a un clímax y cada uno de los músicos exprime al máximo su potencial. En mi caso, en esos momentos siempre me atraviesa un escalofrío, y pienso en la suerte que tengo de ser músico y de poder sentir algo así. Creo que es una experiencia que merece realmente la pena vivir una vez en la vida.
Sophie Yoko Moutte,
Profesora de flauta travesera del Bosque de los Violines